lunes, 6 de enero de 2020

Avance de la novela

¡Hoy es la mañana de Reyes!

Como en todas las casas han dejado regalo, aquí no podía ser menos. Gaspar, Melchor y Baltasar llegaron anoche de puntillas y dejaron bajo el árbol, junto a los zapatos, un regalo enormérrimo.
¿Tienes ganas de leer al fin La extinción de los dinosaurios? Pues enhorabuena, porque los Reyes han traído todo el comienzo del libro, dos capítulos enteros.

Puedes leerlos haciendo click en la imagen:

Ilustración de Baraa Awoor

Y a ti, ¿qué te han traído?

viernes, 23 de septiembre de 2016

Dinosaurios en la Historia: Agatón


Agatón fue el papa n.º 79 de la Iglesia católica desde 678 hasta su muerte. Es venerado como santo tanto por la Iglesia católica como por la ortodoxa y es el patrón de Palermo, su ciudad natal. No se sabe mucho de su vida antes de su papado.
     Nació en Palermo (Italia). Perteneció a a orden de San Benito; de padres ricos, cuando estos murieron distribuyó sus bienes entre los pobres y se retiró al monasterio de San Hermes, su ciudad natal. Fue elegido Sumo Pontífice en el año 679. Obtuvo del emperador que la iglesia romana fuera dispensada del tributo que pagaba al Imperio en la elección de cada papa; pero, en cambio, Constantino exigió que, según otra costumbre, el Pontífice nuevamente elegido no pudiera ser consagrado cuando el emperador no hubiera confirmado la elección. Fue el sucesor de Dono Iy le sucedió San León II. Reunió en Roma un concilio en el año 680 al que concurrieron más de 120 obispos; condenó a los monotelitas y dispuso las materias que debían tratarse en el concilio general próximo a celebrarse en Constantinopla, ese mismo año. En dicho concilio fue condenada de nuevo la herejía, y escribió una carta dirigida al emperador Constantino Pogonato, carta que fue aprobada por el concilio y declarado su contenido como artículo de fe. Envió cantores a Inglaterra para que enseñasen al clero el canto romano. Estableció el culto a San Sebastián y reinó tres años y seis meses. Murió en el año 682 a los 104 años. Fuente: mcn Biografías

martes, 23 de agosto de 2016

Dinosaurios en la Historia: Brunhilde Pomsel

Brunhilde Pomsel tiene 105 años pero conserva una memoria prodigiosa que le ha ayudado en su vida, a alimentar una leyenda en torno a su persona. Ella fue la secretaria personal de Joseph Goebbels, el fanático y brillante ministro de Propaganda de Hitler. Pomsel se ha convertido en personaje público tras dejarse entrevistar durante 30 horas por tres realizadores alemanes que presentaron el documental Una vida alemana en el festival de cine de Múnich. La cinta aún no ha llegado a las salas de cine, ni a las televisiones alemanas, pero el testimonio ha llenado varias páginas en la prensa a causa de una confesión que hace ante las cámaras. “No sabíamos nada, todo era secreto”, dice al referirse al mayor crimen cometido por los nazis: la exterminación de la población judía que vivía en Europa.
En la entrevista, Pomsel no pide perdón, pero deja entrever que su aparente ignorancia ante los crímenes cometidos por el régimen era una complicidad disfrazada, compartida por toda la población del país, que prefirió mirar hacia otro lado. Pomsel comenzó a trabajar como secretaria de Goebbels en 1942 ycuando terminó la guerra, fue hecha prisionera por el Ejército Rojo. “Lo pasé muy mal”, dice, al referirse a los cinco años como prisionera de los soviéticos. Cuando recuperó la libertad, trabajó 20 años en la televisión pública alemana y cuando cumplió 100 años se atrevió a hacer un pequeño ajuste de cuentas con su exjefe. “Fue un cobarde, porque tomó el camino fácil”, señaló al referirse a su decisión de suicidarse.

Alcohol en el ministerio


En la película, la mujer asegura que se afilió al Partido Nazi porque todo el mundo lo hacía y, añade con ingenuidad, sus compatriotas y ella misma creían que a los judíos se los llevaban a los campos de concentración para “reeducarlos”. “No me considero culpable, a no ser que se culpe a todos los alemanes por hacer posible que ese Gobierno llegara al poder”.
En el documental, se explaya sobre su vida en las oficinas de uno de los hombres más poderosos del Tercer Reich. Confiesa que se bebía mucho alcohol en el ministerio para olvidar la realidad y que su jefe era un “actor sobresaliente”. “Pasaba de ser una persona civilizada a convertirse en un bravucón vociferante y delirante. En la oficina tenía una elegancia noble, pero se podía convertir en un enano furioso. No puede haber un contraste mayor”.

Fuente: EL PAÍS

domingo, 7 de agosto de 2016

Dinosaurios 2.0

Aprovecho las vacaciones de agosto para actualizar el blog, para ordenar ideas, para escribir.
La novela, como dije en el anterior post, ya se encuentra acabada, y además está enviada a una editorial preciosa.
A la espera de una respuesta, escribo. A 35º, escribo (me refugio en el semisótano de casa de mis padres). Reparo en que llevo más de un año alimentando el monstruo de La extinción de los dinosaurios en Facebook. Creé una página promocional donde tiene cabida todo lo relacionado con dinosaurios, ancianos o el placer de leer.
La página, a continuación: La extinción de los dinosaurios
La intención de crear una página para el libro no es meramente promocional (después de todo, el libro no está publicado), sino una forma de generar fidelidad a la propia página con la generación de contenidos y material compartido. Además, tanto el blog como la página de Facebook puede ser útil para obtener un feedback  inmediato de los lectores potenciales o lectores factuales, una vez publicado. Además, puesto que la idea es tener Dinosaurios para rato, me he empeñado en hacer una pequeña gran labor de fomento de la lectura, así como una página de buenas formas: humor, reflexión, divulgación... que esta página funcione como un ente con vida propia al margen de la(¿s?) novela(¿s?).

Bienvenidos, queridos lectores, al lugar donde nace la magia.


martes, 26 de julio de 2016

Punto y final

Vengo a desdecirme.

Si hace dos años anunciaba que la novela estaba terminada, la verdad es que hasta hace unas semanas no he podido poner el auténtico punto y final. Hasta entonces, contaba con un primer borrador, por así llamarlo, escrito con prisa, sin pausa, como loco, y aunque durante su escritura hubo relecturas, revisiones y opiniones de amigos, el verdadero trabajo acababa de comenzar.
Tenía el pedrusco sobre el que trabajar. Quité paja, principalmente cualquier trama secundaria que alejara mucho de la historia y conceptos principales (incluido un apéndice final que descarté por completo), y me centré en desarrollar las descripciones, enriquecer los escenarios y personajes, tomarme mi tiempo para contar las cosas. Por entonces hice una relectura completa de la saga Harry Potter y, entre otras muchas novelas, de Cien años de soledad. En algunos capítulos de mi libro, quiero creer, cabe cierta magia de estos trabajos.
Sea como sea, en el excelente material para escritores que supone Mientras escribo, Stephen King recomienda que, en la revisión, debe haber una buena parte de poda, y que el resultado debe menguar en un 10-20% del total del borrador. Claro, lo dice un tipo que publica novelas llenas de paja (muchísima paja) sin la cual sus libros ganarían enteros. Así, yo comencé con ánimo de jardinero, recortando de forma generosa, pero luego lo regué todo, como ya he explicado. Y los tallos florecieron, y no paraban de brotar flores y más flores que hicieron que la criatura creciera sana y hermosa.

Total, que tenemos niña, pesa 112862 palabras y es preciosa.
En estos dos años de revisión ha engordado 17020 palabras.



jueves, 26 de junio de 2014

El mejor de los finales

Ayer, justo ayer, terminé La extinción de los dinosaurios. Han sido nueve meses de trabajo intensivo, de ideas locas, de cambios, de personajes adorables.
Y voy y la termino ayer. Ayer murió Ana María Matute.
No por nada concluí la novela con un pequeño epígrafe:

Esta novela terminó de redactarse el 25 de junio de 2014, día de la muerte de Ana María Matute, creadora, soñadora, Dinosaurio, que una vez afirmó “La infancia es el periodo más largo de la vida”, y también “Ser vieja no está tan mal, la gente te perdona todo”.
In memoriam
La reina del gin tonic

jueves, 12 de junio de 2014

El hombre de agua




Nahla jamás había visto el mar, o un río, o la lluvia. Nahla había nacido en el desierto, y ahí había vivido toda su vida. Nahla, curiosamente, es un nombre con un significado especial, ni más ni menos que “Gota de Agua”. Cuando en su trece cumpleaños lo descubrió, decidió que sería como esos jinetes que atravesaban el desierto en camellos y caballos y exploraban tierras lejanas, se perdían en el horizonte y subían a las montañas donde -decían- era posible hallar agua helada de color blanco. Hombres que viajaban hasta el mar, que era azul e infinito.
       Esos hombres jamás se detenían a hablar con las niñas o mujeres; sólo los niños se podían acercar a tocar sus animales y a oír sus historias. Nahla tenía prohibido hablar con hombres extraños. Sólo podía dirigirse a su padre, a sus hermanos y a sus dos tíos, siempre dentro de casa. De todos modos, los hombres que iban de paso eran peligrosos; robaban y mataban en el desierto, iban armados y nadie conocía sus rostros. Los llevaban cubiertos siempre con aquellos turbantes azules, y algunas amigas le habían contado que esos hombres no podían dejar jamás el desierto, pues la tela les ponía la piel azul, y todos sabrían siempre que habían sido bandidos, ladrones o asesinos, y por eso había tuareg tan viejos, y también por eso algunos morían en el desierto.
       Sin embargo, Nahla había descubierto el modo de saber más sobre el agua, sobre el desierto y sobre los hombres, aunque se trataba de un secreto que, de ser descubierta, haría que la echaran de casa y del poblado para siempre. Su secreto tenía los ojos verdes y la piel morena, la nariz algo más grande de la cuenta y el cuerpo larguirucho. Su secreto se llamaba Suud y tenía quince años.
       Tradicionalmente la persona que traía el agua al poblado había sido siempre una mujer, pero aquel año la aguadora estaba embarazada y no podía viajar más en camello a traer el agua, por lo que tuvo que hacerse cargo su hijo mayor, Suud. Suud ya había viajado con su madre en muchas ocasiones, pero jamás solo. Cuando las mujeres del poblado oyeron esa mañana la campana que anunciaba la llegada del agua, se mostraron de lo más sorprendidas, pero hicieron una fila y recogieron sus recipientes llenos de agua sin intercambiar palabra con el muchacho. Mientras, Nahla observaba hasta que todas terminaron, y sólo entonces fue ella a por el agua:
-Salam Aleikum -saludó ella.
-Aleikum Salam -dijo él, y sonrió con sus dientes blancos y perfectos.
-Me llamo Nahla
-Yo soy Suud.
-¿Qué quiere decir Suud?
-Buena Suerte. Mi madre me llamó así porque decía que cuando nací traje la suerte a la familia.
       El muchacho llenó los cuencos con cuidado, vertiendo el agua poco a poco. Nahla se sentía nerviosa al tenerlo tan cerca. Sabía que no debía estar hablando con él, pero no podía perder la oportunidad.
-¿Vienes de lejos? -preguntó ella.
-No demasiado. Tres horas de viaje.
       Suud terminó de llenar los recipientes de agua y se los entregó a Nahla. Ella, al ver que no les quedaba tiempo, tomó una decisión arriesgada y dejó que se le volcara un cuenco. El agua se esparció en el suelo y el polvo del desierto se la tragó.
-Qué torpe soy -dijo ella, pero él ya había recogido el cuenco y volvía a llenarlo con cuidado. La miró a los ojos y sonrió.
       Nahla se ruborizó.
-Mi nombre quiere decir Gota de Agua -dijo ella.
-Lo sé. Recuerda que yo soy quien trae el agua. Es curioso...
-¿Qué es curioso? -preguntó Nahla.
-Sólo que tú te llamas Nahla y yo... yo soy de agua.
-¡Qué dices!
-¿No te lo han contado? ¿Nunca te han hablado de las cinco razas de los hombres?
       Ella negó con la cabeza, avergonzada. No sabía leer, no sabía nada. ¿Qué iba a pensar alguien que había viajado tanto como él?
-Están los hombres de agua, los de arena, como tu padre, que son los que nacen en el desierto, están los hombres de hielo, los de musgo, que son verdes como los árboles, y por último, los hombres de viento, los más difíciles de encontrar y de distinguir. Dicen que la mayoría de tuareg son de viento, aunque yo creo que en realidad son de arena. Todos los hombres quieren ser de viento para ser más libres. ¿De qué quieres ser tú, Nahla?
       Ella no supo qué responder. Agachó la cabeza con sus recipientes apilados con cuidado, sonrió con timidez y se despidió en la distancia. Luego se quedó observando a Suud, el hombre de agua, hasta que recogió sus aparejos y ató a los camellos entre sí. Se quedó en medio del poblado, cargada hasta arriba, hasta que lo vio desaparecer en el horizonte.
       Esa noche, Nahla soñó que ella también era de agua, que habia nacido en un lago o un mar. En sueños, el agua tenía otro color y la forma que sólo ella podía imaginar, pues no conocía el mar ni los lagos, ni los ríos. Pero en los sueños, todo era suave, todo, su piel de agua, su cabello empapado, sus dedos convertidos en corrientes de agua. No sabía que jamás volvería a ver al joven aguador.



La vez siguiente él le dijo la verdad, aunque se lo dijo de un modo distinto. Suud no volvió aquella vez al poblado, sino su madre, la aguadora de siempre. Cuando Nahla se acercó, la mujer le entregó una nota de papel muy bien doblada mientras llenaba los cacharros. Mientras, las mujeres del poblado le traían regalos y dulces para su bebé recién nacido, una niña sana que se había quedado al cuidado de sus hermanos.
       Ya en casa, Suud le preguntó que cómo había reconocido a Nahla:
-Fue fácil -dijo ella. -Era la chica de mirada más triste.
       Nahla, por su parte, tenía un problema. Tenía una nota del muchacho de agua, pero no la podía leer. Le pidió ayuda a su amiga Salma, hija del médico, que se la leyó con una voz muy grave, como si quien hablara fuera un chico y no ella. Mientras leía, no podía contener la risa:
       -Hermosa Nahla, el otro día te dije muchas tonterías. No soy de agua, sólo soy un hombre más. Ojalá pudiera seguir llevando el agua para tu familia, pero yo ahora voy a emprender un viaje. Pensaré en ti siempre que beba agua.



Nahla no sabía que ese calambre en la nuca y las yemas de los dedos, el vértigo que le entraba mientras cambiaba a su hermano o hervía leche, que la sonrisa que se le había pegado en la cara con un pegamento muy fuerte eran el amor. La Gota de Agua se acababa de enamorar del muchacho de agua de la Buena Suerte.
       La siguiente en atreverse fue ella, que entregó una nota a la aguadora en su siguiente visita. Sin embargo, se llevó una gran decepción cuando la aguadora les dio una noticia a la gente del poblado:
-Estoy muy agradecida a vuestra gente por todo el trabajo que me habéis dado. Mi padre, y el padre de mi padre fueron aguadores, y esto me hace sentir muy orgullosa. Ha pasado algo estos días: mi hija pequeña, la recién nacida, no se encuentra bien. Nos ha mandado el médico llevarla a vivir a un lugar menos seco que el desierto, y por eso mi familia y yo dejaremos todo y nos mudaremos a un pueblo junto al mar.
-¿Suud también? -preguntó Nahla cuando se quedaron solas.
-Él también -dijo la aguadora.
       Esa noche, Nahla lloró desesperada.



No importa demasiado qué ponía en la nota que le había enviado a Suud, pues ni él, ni su madre volvieron jamás al poblado. Así, comenzaron a pasar los días y los meses, y a punto estuvo de pasar un año, pero Nahla no podía olvidarse del muchacho, porque eso es lo que tienen los grandes amores, que pasa un año y no los hemos conseguido olvidar, y de hecho puede que nunca lo hagamos.
       Entonces, un día, por una ventana de casa se coló un pájaro pequeño y negro: un mirlo.
       -¡Bendito seas! -dijo la madre de Nahla en cuanto lo vio revoloteando de aquí para allá. -¡Un mirlo, Nahla! ¡Un mirlo! Hacía años que no veía uno.
       -¿Qué pasa, madre? Sólo es un pájaro.
       -No es sólo un pájaro hija mía, se trata de un mirlo. Los mirlos traen buena suerte.
       A Nahla le dio un vuelco el corazón. El pájaro, como el hombre de agua, quería decir buena suerte, y no había otra forma de explicarlo que como una señal del destino. Fue entonces cuando tomó la decisión que cambiaría su vida para siempre.



Cada vez que un tuareg pasaba por el poblado, todo se revolucionaba. Nahla se fijó en un detalle: muchos de ellos llevaban colgando en la montura del camello un ramillete de flores azules del mismo color que sus turbantes. Siempre que se iban, quedaban florecillas en el suelo del poblado, y los niños más pequeños las recogían para regalárselas a sus madres. Sin embargo, siempre quedaba alguna, y Nahla comenzó con mucha paciencia a recogerlas. Pasado un año, tenía veinte flores azules, porque pasaban pocos tuareg, y no todos dejaban flores a su paso.
       Nahla, como digo, se había armado de paciencia, y no había día en que no se acordara de Suud. Mucho tiempo tuvo que pasar para reunir todas las flores que quería, pero aún le quedaba comenzar la segunda parte de su plan. Nahla dejó de comer, o mejor dicho, comenzó a comer cada vez menos. Siempre guardaba una parte de la comida en un dobladillo de la ropa. Entonces, cada vez que llegaban los mercaderes, una vez a la semana, con productos frescos, ella se acercaba a los camellos mientras los dueños regateaban. Escogió a una hembra grande y algo mayor, y todas las semanas le daba de comer hasta que el animal la conocía. Cada vez la recibía con más alegría, y le lamía la cara y las manos.
       Cuando Nahla se fue era casi una mujer. Una noche tiñó sus prendas con las flores machacadas mientras todos en casa dormían, y así se vistió por completo del azul de los tuareg, y el día de visita de los mercaderes, como todas las semanas, aprovechó un despiste para montar en el camello y escapar por el desierto a toda carrera. Cuando se dieron cuenta en el poblado de que el camello había desaparecido, era demasiado tarde y sólo entrevieron la mancha azul a lo lejos, y nadie se atrevía a perseguir a un tuareg.
       Nahla, la tuareg, estaba dispuesta a sus dieciséis años a encontrar al hombre de agua.



Se convirtió en una mujer de arena. Vagaba por las dunas; a veces, lo único que comía en días era la leche del camello que había robado, que había parido ese año y aún daba leche. La llamó Arena, porque su pelo se confundía con el color del desierto. La leche de camello es un bien muy apreciado, mucho más que la leche de vaca u oveja en los prados, porque es más escasa.
       Aprendió a robar y a escapar de los bandidos. A veces, cambiaba leche por fruta o carne, y siempre iba sin dirección con la imagen de Suud en la cabeza. Cada día soñaba más y más con él, el muchacho que surgía del agua. Un día, sólo uno, llovió en el desierto, y Nahla se quedó tan impresionada que se dijo que tenía que llegar a un lugar con más agua, y desde entonces su propósito fue encontrar el mar.
       A veces, en forma de espejismo, le parecía ver a Suud, o a su familia, o una palmera cargada de dátiles. Le encantaban los espejismos porque eran como soñar despierta. Lo que más disfrutaba en el mundo era las estrellas de noche, relucientes en mitad de la noche, siempre en su sitio, quietas, e imaginaba los dibujos si unía los puntos entre ellas. Aquí veía un ojo, aquí un pescado, más allás una cesta, un camello, una manada de bueyes...
       Así, hasta que un día decidió unirse a un grupo de tuareg a los que tuvo que ocultarles que era una mujer. Ponía una voz grave y jamás desvelaba su rostro. Alguna vez estuvieron a punto de descubrirla, y aunque tenía miedo, era más fácil viajar acompañada por esos hombres silenciosos y con mal carácter que sola.



Uno de ellos, Azrur, la descubrió una noche, pero no se lo dijo a nadie más. Se divirtió poniéndola en apuros, pues ella no sabía nada. Azrur era joven, tenía los ojos verdes y la barba negra, y también se había escapado de casa. Nada más ver el rostro de Nahla, se enamoró de ella. Sólo se atrevió a confesarle su amor una vez:
       -¿Por qué una joven tan hermosa como tú se esconde de los hombres?
       Nahla estuvo a punto de caerse del camello. Era de noche, la luna refulgía y estaban solos. Habían ido a echar un vistazo antes de pasar la noche, y Azrur no había dudado en aprovechar la ocasión para quedarse solo con ella.
       -No se lo digas a nadie. Sabes que me castigarían...
       -No, no se lo permitiré. Sólo quiero saber qué te lleva a arriesgarte tanto.
       -Estoy enamorada. Viajo por el desierto con la esperanza de encontrar al hombre del que me enamoré -dijo ella, y el corazón de Azrur se hizo pedazos enseguida. Casi se oyeron los trocitos cayendo dentro del pecho.
       -Es peligroso, y una locura. El desierto es inmenso.
       -Tengo todo el tiempo del mundo. Estoy convencida de que, tarde o temprano, lo encontraré.
       -¿Cómo es? ¿Qué tiene de especial ese hombre para haberse ganado tu amor?
       -No lo creerás, pero es de agua.
       -¿De agua?
       -De agua -dijo ella, y le lanzó una sonrisa misteriosa.
       La mañana siguiente, cuando Azrur despertó, no había rastro de Nahla. Sólo él se extrañó, pues era frecuente que los tuareg aparecieran y desaparecieran de un día a otro. Junto a su lecho, no obstante, encontró un mechón del cabello largo y negro de la joven, donde había enredado ni más ni menos que cinco besos que cada día el tuareg volvía a oler para acordarse de ella. En el fondo de su corazón, lo que más deseaba era que Nahla tuviera suerte en su aventura.



Nahla y Suud se encontraron una vez. En medio del zoco, en pleno mercado de día, entre los comerciantes y toda la gente, animales y fantasmas de la ciudad, se cruzaron en mitad de la calle y sus brazos se rozaron. Sólo el fantasma de un viejo acordeonista se dio cuenta de las chispas que provocaron un brazo contra el otro.
       Nahla, vestida de tuareg, ni siquiera prestó atención al hombre alto y de barba poblada, y él, cuando se cruzó con la tuareg, apartó la vista, pues sabía que los tuareg tenían fama de problemáticos, y él no quería líos.
       Pero lo importante, y lo bonito, es que el destino, o el zoco, o el agua quisieron que se encontraran.



Cuando descubrió el mar, el suspiro por tanta belleza le duró a Nahla dos minutos y treinta y un segundos. Era tan azul, tan enorme, tan hermoso... comprendió entonces que su amado Suud hubiera surgido de las profundidades de las aguas, y que fuera aguador, como su madre. Nahla se mojó los pies en la orilla y avanzó lentamente entre las olas hasta que el agua la cubrió por completo, y bajo su ropa de tuareg azul casi añil, mientras el agua la envolvía sintió algo parecido a un abrazo de agua, y supo que era él Suud, que lo había dejado ahí para que ella lo recogiera.



También Suud, en un puerto de Marruecos, se ponía un poco triste y muy feliz todos los días de lluvia, porque se quedaba contemplando el cristal de la ventana y cada gota que hacía plop parecía susurrar, muy bajito, como en secreto: Nahla, Nahla, Nahla...